
Centenario Maurice Pialat
Del 10 de septiembre de 2025 al 31 de octubre de 2025
En 2010 la Filmoteca de Galicia ya ofreció una retrospectiva al realizador galo Maurice Pialat. Nuevas restauraciones digitales permiten ahora, en el centenario de su nacimiento, volver a esta figura tan totémica como poco conocida del cine francés.
Coetáneo de los cineastas de la Nouvelle Vague, Pialat rodó en los sesenta diversos cortometrajes de ficción y sobre todo documentales. Sus Crónicas turcas (1962-1964), que ofrecen un retrato del Estambul de hoy y del pasado, nos devuelven al impulso fundacional del cine como registro que imperaba en los hermanos Lumière y de los que Pialat era profundizo admirador. Esa huella de lo real figura de manera consistente en un recorrido que lo llevó a firmar 10 largos de ficción, comenzando por una de sus piezas más reputadas: La infancia desnuda (1968). Comparada con la seminal Los cuatrocientos golpes (1959) por su argumento y, a pesar de que François Truffaut fue uno de los productores de la cinta, el hecho es que Pialat era famoso por golpear a la Nouvelle Vague siempre que tenía ocasión. Intelectuales para él que pervertían la idea de un cine más puro y esencial, en contraposición su filmografía se caracteriza por estar desprovista de todo artificio y por destilar un tono seco que no sublima ni romantiza nada. En este sentido, Truffaut y Pialat ofrecen dos caras de una misma Francia y sus estilos no podría ser más contrapuestos.
Pialat recurre a actores no profesionales para su retrato de un niño huérfano que va de casa en casa de acogida causando problemas, siendo expulsado sin remisión por su malvado carácter. Si bien Truffaut ofrecía unas causas para el comportamiento de su Antoine Doinel, Pialat huye de toda psicología para simplemente mostrar el día a día de este chico. En una de las primeras escenas lo vemos arrojar un gato por las escaleras de un edificio sin que se nos ofrezca contexto alguno de por qué se produce el hecho. Las cintas de Pialat comienzan y acaban, sin excepciones, in media res. Son voluntariamente irregulares en su ritmo y cuentan con diálogos naturalistas, a menudo sin función dramática o argumental. Su cine imita la vida y no teme dilatar los tiempos de la narrativa convencional. Seguramente muy alejados en lo ideológico, lo cierto es que hay en Pialat un cierto impulso a sustentar la mirada no muy alejado de ese famoso plano que Chantal Akerman ejecutaría en Jeanne Dielman, 23, quai du Commerce, 1080 Bruxelles (1975), con Delphine Seyrig pelando con parsimonia unas patatas y probando la paciencia del espectador. Lo que comunican los filmes de Pialat no dista mucho de esa sensación, la de asistir a la contemplación de un conjunto de tranches de vie fragmentadas, que se suceden una tras otra, en un período normalmente corto de tiempo. Un poco como si tuviéramos la capacidad de observar a estas personas a través de un pequeño agujero hecho en una pared, sin que éstas fueran conscientes de nuestra presencia.
Esta radicalidad en una puesta en escena voluntariamente áspera e imperfecta en lo técnico acompaña a Pialat en casi toda su filmografía.
En efecto, analizar su ópera prima, La infancia desnuda, permite advertir ya muchas de sus constantes. Ese trabajo con caras desconocidas sacadas de los lugares en los que rodaba, lo que Robert Bresson calificaba de “modelos”, se va también a mantener, aunque muy rápidamente incorporará a grandes actores profesionales a su troupe. Las siguientes partes de la trilogía del pesimismo, Nosotros no envejeceremos juntos (1971) y La boca abierta (1974) –representan las etapas de la niñez, el amor y la muerte respectivamente– son buena muestra de esto. En la primera cuenta con Marlène Jobert y Jean Yanne para dar vida a la pareja protagonista. En la segunda incorpora a Philippe Léotard y Nathalie Baye. Todos ellos, rostros reconocibles del cine comercial de ese momento, pero también de muchos de los éxitos de la Nouvelle Vague que tanto denostaba.
Yanne y Léotard, los hombres, son aquí de especial importancia, pues permiten hablar de otra de las constantes de la obra de Pialat: la autobiografía. Nosotros no envejeceremos juntos está basada en una novela del propio director que ficcionaba el deterioro de una relación sentimental de la que acababa de salir. La boca abierta parte de la muerte de la madre y se filmó en la región de su infancia, en Auvernia. El hombre en la pareja, el hijo sufriente; Yanne y Léotard encarnan alter egos del director. En el caso del primero, el parecido físico es más que evidente.
Quizá para provocar ciertos resultados, a Pialat le gustaba llevar a sus intérpretes a la extenuación. A sus jornadas de trabajo estajanovistas, se sumaban normalmente otros factores que controlaba perfectamente. A Yanne lo volvió loco en el rodaje de Nosotros no envejeceremos juntos, según relata su partenaire, Marlène Jobert, que ha declarado ejercer de puente de comunicación entre director y protagonista, porque entre ellos ni se hablaban. Pialat sabía que la mujer de Yanne se encontraba gravemente enferma y cuentan las leyendas del rodaje que quiso que canalizara eso en su interpretación. Yanne se llevó premio en Cannes, quizás a un precio muy alto. Por su parte, Baye era la prometida de Léotard en el momento de rodar La boca abierta y ciertas dinámicas de pareja quedan registradas en la pantalla de una manera muy realista, sin duda por el bueno hacer de los actores, pero también porque Pialat estaba rodando algo que supera el ejercicio interpretativo. Al director le gustaba registrar muchas tomas extra, largas, que después podían caer del inconexo montaje que caracteriza a sus filmes, pero esto le permitía improvisar mucho con los actores a partir de ciertas situaciones, con guiones que sufrían constantes cambios durante la producción. De ahí nace el resultado de estas tomas tan verídicas.
Para Pialat, vida privada y arte eran lo mismo, visión que parecía exigir a sus colaboradores y que muestra en sus filmes sin contemplaciones ni rubor alguno. La violencia machista o la visita a trabajadoras sexuales, por poner dos ejemplos, se muestran en estos filmes con absoluta naturalidad y sin juicio, evidenciando sin culpabilidad ni explicaciones que así ve el mundo, que ésta es su verdad.
Esta “apasionada” aproximación lo llevó a chocar con sus actrices más jóvenes, como Isabelle Huppert –Loulou (1980)– o Sophie Marceau –Police (1985)–, pero no le impidió congeniar con Sandrine Bonnaire, protagonista de A nuestros amores (1983) y Bajo el sol de Satán (1987), y participante en otras cintas.
Sería con Gérard Depardieu con quien establecería una colaboración más duradera, que va a definir su filmografía de los años ochenta y noventa. Mientras, y a pesar de las polémicas, la escritora de cabecera de Claude Berri y Philippe Garrel, la reputada Arlette Langmann, también sería colaboradora habitual de Pialat. Directores de fotografía como Willy Kurant, Néstor Almendros o Jacques Loiseleux moldearían sus imágenes, y la todopoderosa Gaumont no le retiraría su apoyo en todos los años ochenta y noventa hasta su fallecimiento en 1995. Esto da buena cuenta de la posición privilegiada que Pialat jugó en la cinematografía francesa del momento. Era un tipo que hacía caja, muy popular. El hecho de que fuera un cineasta de provincias, que representaba la Francia de a pie fuera de París, y las clases sociales más bajas –el crítico Alain Bergala, uno de sus grandes defensores, lo ha situado en la tradición de Jean Renoir– seguramente haya contribuido a que sea percibido como el retratista de un proletariado expulsado frecuentemente de las ficciones articuladas en la capital. Esta posición fuera del canon, lejos de las élites intelectuales, lo ha paradójicamente alejado de la primera línea del debate crítico. Estas nuevas restauraciones digitales permiten redescubrirlo en un momento en el que su huella, con el tiempo, se está revelando esencial en el cine francés contemporáneo.
Con la colaboración de