Shohei Imamura
Do 10 de xuño de 2002 ao 30 de setembro de 2002
La carrera de Imamura Shōhei hasta la fecha ha pasado por varias encrucijadas de importancia fundamental en la historia del cine japonés. Seguir su desarrollo significa no sólo desandar las etapas de una búsqueda personal de identidad, sino también comprender parte de las razones de un periodo de producción de treinta años problemático para la industria japonesa. Su debut como director, de hecho, tuvo lugar en 1958, al final del periodo fílmico más afortunado del archipiélago, y su última gran consagración internacional, la Palma de Oro obtenida en Cannes en 1997, representó una de las principales esperanzas del inicio de una nueva edad de oro. Entre estas dos fechas, el director superó con éxito las rígidas limitaciones dentro de las grandes majors, la creación de su propia casa independiente, la distribución marginal en los circuitos de vanguardia, la larga crisis de producción de los años setenta y la lucha contra el vacío emocional de los ochenta, imponiéndose siempre por la peculiaridad de su universo, un calibrado equilibrio entre ficción y realidad nunca alterado por la moda fílmica.
Imamura dio sus primeros pasos en el mundo del celuloide colaborando con directores con una decisiva impronta autoral, sobre todo Ozu Yasujirō, Kobayashi Masaki y Kawashima Yūzō, pero no se dejó influir por ellos, sino que desarrolló un estilo y una gama de temas inéditos y de una energía inusitada. Del cine de Ozu, por ejemplo, rechazaba las notas pesimistas, la sobriedad de los escenarios y la severa dirección de actores, prefiriendo la espontaneidad interpretativa más cruda de intérpretes incluso no profesionales. Sin embargo, gracias al largo aprendizaje que inició en 1951 pudo aislar aquellos elementos estructurales, estilísticos y de carácter que sabía que quería excluir de su cine.
Ya desde su ópera prima Deseo robado (Nusumareta yokujō, 1958), una destartalada compañía de teatro que recorre las provincias se convierte en protagonista ideal de la humanidad que más le interesa retratar. Este grupo de personajes caracterizados de forma cómica -pero no ridícula- refleja gran parte de la humanidad de extracción más humilde del Japón de principios de la posguerra, y el estilo con el que el director retrata sus vidas, una especie de mezcla de voyeurismo documental divertido y descripción apasionada del sujeto, sigue siendo fundamentalmente el mismo en casi toda su filmografía. Imamura nunca intenta resolver la brecha entre las tradiciones y supersticiones del pueblo y la modernización desenfrenada de su país. Sabe que ambos aspectos se mezclan maravillosamente en la vida cotidiana de estos personajes, que gracias a su inocencia y espontaneidad fundamentales, las contaminaciones pronto se convierten en nuevos motivos de la tradición, que el terreno degradado en el que se mueven, repleto de ladrones, prostitutas y vividores, remezcla los tópicos sin prejuicios morales.
El uso del dialecto y de modismos ásperos y directos es el medio más eficaz para penetrar en la vieja cultura. También es el lenguaje que amalgama a estas gentes semimarginadas en manadas de ideas afines. Ninguna ética local encuentra lugar en el frenesí de la vida, sino sólo recursos lógicos de supervivencia que justifican cualquier tipo de delito. Para describir este desorden moral, Imamura se niega a seguir patrones de normalidad como la linealidad de la trama y el énfasis en su aspecto trágico, alterando los aspectos menos agradables con una discreta comicidad, llenando las imágenes de cadáveres para no aislar nunca a un personaje individual del grupo étnico en el que está exiliado.
De la década de 1960, sus películas más conocidas en Occidente son también las que mejor resumen toda la poética y el compromiso del director. Cerdos y acorazados (Buta to gunkan, 1961), ambientada en las inmediaciones de la base militar estadounidense de Yokosuka, habla de una banda de yakuza que organiza un comercio ilegal de carne de cerdo para vendérsela a los americanos. Con esta violenta acusación, Imamura comparte la queja que cada vez más cineastas plantean contra la "venta" de Japón a los estadounidenses. Sólo un año antes, extensas manifestaciones de protesta habían intentado sin éxito impedir la ratificación del Tratado Japón-América (Anpo). El temido riesgo no sólo tenía connotaciones económicas, estaba en juego la propia identidad de la nación, culturalmente vulnerable tras el desaire sufrido en la guerra. Los cerdos de la película -la yuxtaposición entre animales y seres humanos, como veremos, está casi siempre presente en el cine de Imamura-, son el símbolo de los mismos japoneses que se habían "vendido" a los estadounidenses tras la guerra, y toda la historia se convierte así en una denuncia abierta de la hegemonía estadounidense en Japón y de la aquiescencia oportunista de sus compatriotas ante una cultura ajena a la suya.
La mujer insecto (Nippon konchūki, 1963) escenifica las necesidades más básicas, casi fisiológicas, de una mujer, llamada a representar a varias generaciones de mujeres desde los años veinte hasta los sesenta. La protagonista, Tome, es una campesina que sobrevive con desencanto a las experiencias más desagradables de la vida, desde la explotación en el trabajo hasta el incesto, desde la maternidad "animal", sin ningún romance, hasta la prostitución y la cárcel. A pesar de su fuerte ego y su energía inoxidable, esta mujer no aspira en ningún momento a poder cambiar su situación, ignora cualquier alternativa de "redención moral" porque, como los insectos, desconoce la existencia de una moral civilizada. En su retrato resurgen las raíces de la propia sociedad japonesa, los instintos primordiales, los abusos, las contaminaciones. Por encima de todo, en Tome se resume el ideal femenino del director, el de una mujer prisionera de una situación, pero que no se resigna a convertirse en uno de los muchos pliegues del destino.
Sadako, la protagonista de Intento de asesinato (Akai satsui, 1964), ve cómo se desarrolla en su interior la dura lucha entre el deber y el deseo. Casada y madre de un niño, casi esclavizada por su marido y su familia debido a su origen socialmente inferior, un día es violada en su casa por un ladrón que, ya enamorado de ella, continúa persiguiéndola. Se abre así un rayo de esperanza en su triste y sumisa existencia: la nueva relación, aunque mantenida en secreto, le da una nueva fuerza hacia su marido; al mismo tiempo, sabe que puede ensañarse con su violador, que es frágil porque está muy enfermo, e incluso matarlo. El odio y el amor son para ella sentimientos de la misma inconsistencia, la violencia del ladrón no difiere de la de su marido, Sadako no conoce otro tipo de relación que la explotación asentimental de su cuerpo. Una vez más, como también sugiere el crítico japonés Satō Tadao, en su imagen y en la violencia a la que se ve obligada, también podemos leer una metáfora del propio Japón tras la derrota, "violado" por una cultura extranjera, el mismo matiz del mundo de la prostitución que en muchas de las películas de Imamura, incluida La mujer insecto. El uso de largas distancias focales acentúa la asfixia de un entorno claustrofóbico y enfermo, el hogar de la mujer, en la metáfora más amplia de una sociedad despreciativa de las necesidades del individuo.
El profundo deseo de los dioses (Kamigami no fukaki yokubō, 1968), una de las obras visualmente más cautivadoras del director, es una versión moderna de mitos ancestrales ambientada en la naturaleza prístina de Okinawa, el profundo sur aún rico en creencias chamánicas y supersticiones. Un ingeniero que estudia la ubicación de un manantial de agua predice la inminente ola de progreso a la que pronto estará destinada la isla. De los nativos, conoce la fascinación de una leyenda según la cual su isla fue creada directamente por los dioses, un escenario de extrema sensualidad repropuesto por la intervención de algunos personajes fuera del tiempo, en particular los hermanos incestuosos Nekichi y Uma (reencarnación hombre y mujer de Izanagi e Izanami a quienes la mitología atribuye la creación del archipiélago japonés) y la hija menor de edad y ninfómana de Nekichi, símbolo de la pureza del alma antes de la contaminación de la civilización. Obra de una malicia visual incuestionable, llena de signos panteístas e intervenciones chamánicas que actúan como puntos de conexión entre la realidad y la fábula, la película fue desgraciadamente un fracaso de taquilla en su estreno, y a ella siguió un periodo difícil para Imamura: hasta 1979 no pudo volver a rodar un largometraje.
Varias experiencias llenaron el vacío de esta década, empezando por la fundación de su propia escuela de cine y televisión en Yokohama. Además de algunos reportajes televisivos especiales dedicados en particular a los viejos soldados que habían preferido no regresar a Japón tras el fin de la guerra, Imamura se dedicó en estos años a la realización de dos importantes documentales que le permitieron explorar una página trágica de la historia nacional, la que comenzó con la Segunda Guerra Mundial, a través de los ojos de dos mujeres. El primero, Historia del Japón de la posguerra contada por una camarera (Nippon sengoshi - Madamu Onboro no seikatsu, 1970), recoge las confesiones de una camarera con un pasado marcado por la prostitución al hilo de sus vivencias desde el final de la guerra hasta los años setenta, mientras que el segundo, Esas damas que marchan lejos (Karayuki san, 1973), revela el horror de la vida de algunas mujeres arrebatadas a sus familias en su juventud y enviadas a las colonias japonesas, en este caso Singapur, para prostituirse para las tropas. El campo del documental no es nuevo para el director, ya en 1967 había realizado una de las obras más importantes de su filmografía: Un hombre desaparece (Ningen jōhatsu) cuenta la historia de un hombre que desapareció en el aire mientras trata de definir su vida y sus rasgos característicos, una especie de punto de partida para centrarse en realidad en quienes tuvieron relación con el desaparecido. Un entrevistador, el actor Tsuyuguchi Shigeru, entre otros, se acerca a la novia del hombre desaparecido e intenta con ella comprender las razones que provocaron la "evaporación" del hombre. Poco a poco, sin embargo, la mujer se muestra cada vez menos interesada en el novio y cada vez más atraída por el entrevistador, sin saber que está siendo espiada por una cámara. Cuando resulta evidente que la investigación está abocada al fracaso y, por analogía, que la desaparición del hombre tampoco significa gran cosa para quienes vivían a su lado, la ficción cinematográfica -incluso el estilo y el tipo de narración no distan mucho de las películas temáticas del director- se impone de repente y, en el final, las paredes del plató se derrumban para dejar al descubierto la cámara y a todo el equipo.
En 1979, La venganza es mía (Fukushū suru wa ware ni ari) volvió a confirmar el interés del director por los motivos que impulsan el crimen. Es el retrato, como siempre total, de un asesino (negativo, amoral, vacío: en cierto modo la antítesis de la mujer imamuriana), extraído de una investigación en muchos aspectos similar a la realizada en Un hombre desaparece: en este caso, el hombre parece aspirar a la "evaporación" sin conseguirlo nunca. Borrar, aunque sea mediante el crimen, las huellas que deja de su identidad, se convierte en el único motivo aparente de sus asesinatos. Cuerpo e instinto se mueven al unísono en él y, como es consciente de ello, se da cuenta de que la única forma de poner fin a sus actos es entregarse a las autoridades. La descripción de Imamura es tan realista como siempre, y su ojo coincide cada vez más con el de un entomólogo: los rápidos y variados movimientos de cámara, la distancia objetiva respecto al personaje, la ausencia de elementos superfluos y el enfoque asentimental y periodístico de la narración de los asesinatos presentan el crimen como un momento inevitable de la existencia.
A La venganza es mía le siguieron cuatro obras ambientadas en el pasado, y las tres primeras en particular exploran las raíces culturales y sociales de Japón. Con Qué más da (Eijanaika, 1981), sobre el bienio 1866-67, Imamura declaró que quería "observar cómo las masas vivían, actuaban, pensaban y morían idolatrando la libertad, al final del shogunato Tokugawa, en una situación de gran dificultad como la actual". Una vez más, los personajes pertenecen a los círculos más infames y utilizan el cuerpo para sobrevivir sin detenerse en fantasías éticas. El título de la película es una especie de eslogan de sus efímeras existencias, destinadas a no dejar huella en la historia.
Con la misma cruel opacidad discurren también las existencias de los personajes de la posterior La balada de Narayama (Narayama bushikō, 1983, Palma de Oro en el Festival de Cannes), un tema basado en la novela homónima de Fukazawa Shichirō que ya había realizado en 1958 Kinoshita Keisuke. Esta película describe con realismo la trágica y semilegítima costumbre del pasado de abandonar a los ancianos en una montaña para dejarlos morir cuando ya no son capaces de trabajar, es decir, de producir en la máquina de supervivencia del pueblo. Orin, a punto de cumplir 70 años, se dispone a seguir la triste costumbre a pesar de las reticencias de su hijo. Los personajes reciben la misma atención que el paso de las estaciones, la naturaleza y los animales e insectos. Algo grande e indefinido rige impasiblemente las leyes de este mundo, y dentro de él cada uno desempeña el papel que le ha sido asignado con meticulosa dedicación - para quienes intentan resistirse a este absurdo destino, siempre hay algún tipo de castigo que cumplir.
Zegen, el señor de los burdeles (Zegen, 1987) nos traslada a principios del siglo XX, ilustrando en forma de una inusual cronología que abarca un periodo de cuarenta años algunos de los principales cambios que tuvieron lugar en la transición entre las tres eras de Meiji, Taishō y Shōwa, y centrándose una vez más en el mundo de la prostitución y los niveles más bajos de la sociedad. Un carnaval de colores y formas anima los barrios de estas gentes; una vez más, fluyen entre ellos aquellas facetas de la historia que nadie documentaría. Al parecer, Imamura concluye con esta película el ciclo de obras dedicadas al estudio de los orígenes de su pueblo: en las obras que siguen, son sobre todo los intentos de vincular su propia existencia a otras lo que constituye el núcleo de sus "investigaciones".
En blanco y negro e injertadas a lo largo de un tranquilo flujo narrativo, en Lluvia negra (Kuroi ame, 1989, a partir de una novela de Ibuse Masuji) fluyen las imágenes de la peor tragedia que ha sufrido el pueblo japonés, la doble explosión atómica. La devastación, los cuerpos deformes, las muertes, todo se concentra en una serie de imágenes que sucesivamente se abren y escapan a la mirada en los primeros minutos de la película, dejando una huella escalofriante de lo que sucederá después. En realidad, el objetivo del autor no es tanto retratar los momentos de mayor miedo como documentar el terror sutil y constante que ha oprimido a lo largo de los años a las personas sometidas a la radiación. Además del miedo a la contaminación física, está el horror a ser discriminado por los más afortunados, la tristeza de no poder contar con un futuro y, sobre todo, la pérdida de la razón. El director sabe observar este mundo sin compasión, aunque toca algunas de las cuerdas más dramáticas del episodio.
Otro largo periodo de silencio siguió a Lluvia negra: la crisis de producción en Japón dejaba cada vez menos espacio para proyectos "ambiciosos", como se consideraban los de maestros de la talla de Imamura, Ōshima y Kurosawa. Fue en 1997 cuando un nuevo título en la filmografía del director fue seleccionado para la competición de Cannes y finalmente ganó la Palma de Oro. La anguila (Unagi) cuenta la historia de un hombre en libertad condicional ocho años después del asesinato de su mujer, sorprendida con otro hombre, y narra cómo intenta rehacer su vida en un pueblo trabajando como barbero. Abordando de nuevo un crimen, el asesinato, Imamura vuelve a la analogía entre el ser humano y los animales (aquí la anguila de la que el protagonista es un inusual amigo) para explicar el gesto del protagonista como consecuencia de su instinto. Esta obra también evoluciona en torno al tema de la lenta rehabilitación del hombre, herramienta para una nueva investigación sobre la identidad, en este caso más dolorosamente desgarrada que en otras películas del director. Como en Lluvia negra, además, no parece haber escapatoria del curso del destino, de un diseño general del hombre que a veces muestra consideraciones filosóficas mucho más íntimas de lo que aparentemente se muestra. Un dolor subyacente acompaña a los personajes del director en sus últimas películas, a partir de las víctimas de la radiación, que se pone de manifiesto en algunas peculiaridades grotescas (en este caso, haber elegido una anguila como compañera) y que, por lo demás, se deja correr entre líneas, nunca a gritos, contrastando con una sutil ironía.
El dolor asociado a la guerra y la necesidad cíclica del ser humano de hacerse daño vuelve a aparecer en el tema de la película Doctor Akagi (Kanzō sensei, 1998, a partir de una obra de Sakaguchi Ango), una obra intensamente impregnada de poesía. En este caso, al desastre bélico provocado por el hombre se suma la cruel injerencia de la naturaleza que apaga vidas con enfermedades y contra la que lucha el infatigable "Doctor Hígado". El caos, las aparentes contradicciones que filtran la realidad en el cine de Imamura, coinciden con la obsesiva búsqueda del remedio contra la enfermedad por parte del doctor. Imamura vuelve a contar una historia más allá de la Historia, recupera en su manojo de personajes, al igual que en Lluvia negra, a gran parte de las personas que no han encontrado lugar en las páginas oficiales que hoy son testigos de aquella época.
El último trabajo de Imamura, Agua tibia bajo un puente rojo (Akai hashi no shita no nurui mizu), se rodó en 2001. Presentada en Cannes, suscitó la esperanza de una tercera Palma de Oro para el director de 74 años, una expectativa lamentablemente defraudada. Autor incansable, su obra sigue figurando sin duda entre las más importantes de la cinematografía no sólo de Japón, sino del mundo entero. Durante cuarenta años ha constituido un ejemplo de estilo para varias generaciones de cineastas, sobre todo por su particular desorden (no sólo narrativo, casi episódico, arrítmico, pero sobre todo moral) que traza los ritmos de la vida misma. Además, gracias a su escuela, también ha forjado nombres hoy muy conocidos en el panorama de la dirección japonesa más contemporánea, como Miike Takashi. Con Ōshima Nagisa y Suzuki Seijun, Imamura Shōhei fue uno de los autores que más contribuyeron al giro decisivo en la producción artística de su país.
"Uomini d'istinto", por Maria Roberta Novielli
en Il cinema di Shohei Imamura, curadoría de Guy Borlée e Rinaldo Censi,
"I quaderni del Lumière 36", Bologna,
Ente Mostra Internazionale del Cinema Libero – ONLUS, 2001, pp. 5-14
En colaboración con: The Japan Foundation, Cineteca di Bologna, Mostra Internazionale del Cinema Libero.