
Aki Kaurismäki
Do 27 de novembro de 1999 ao 22 de xaneiro de 2000
Cineasta de vocación nómada y errante, pero con raíces profundamente ancladas en la cultura y en el pathos de su Finlandia natal, Aki Kaurismäki recorre una de las trayectorias más singulares y apasionantes de todo el cine contemporáneo. De sus imágenes secas, brutalmente elípticas, preñadas de soledad y melancolía, frecuentemente socavadas por un humor disolvente y subterráneo, emerge un discurso que habla del desamparo social y de la derrota individual, del autismo emocional y de la desolación existencial, pero que —lejos de agotarse en estas facetas— viene a proponer en clave estilizada una fructífera relectura de la realidad a la que sus imágenes remiten.
Siendo como es un cine preñado de pesimismo, portador de una radiografía feroz, y a veces negrísima, de la sociedad finlandesa en la que arraiga, la obra de Kaurismäki recorre un camino que evoluciona desde la oscuridad más atroz (donde se les niega toda posible salida de futuro a sus personajes) hasta la intuición esperanzada de un horizonte vital que, poco a poco, va dejando atrás las nubes pasajeras y que parece despejarse para sus vulnerables y atribuladas criaturas. Cuentos de silencio y de melancolía, sus películas se abren paso entre el dolor y la angustia hasta convertirse, casi inesperadamente, en fabulas cargadas de amor y de solidaridad hacia sus protagonistas, puesto que —a pesar de su apariencia seca y cortante— su cine dista mucho de ser unidimensional o de expresarse con un registro unívoco y excluyente
El "universo Kaurismäki" se despliega sobre la pantalla, al menos, en una doble dimensión. En primera instancia, como radiografía metafórica de un mundo abrasado por el desamor, la infelicidad y el aislamiento: un retrato sin piedad y sin concesiones, portador de un discurso profundamente escéptico sobre el presente y nihilista hasta la médula. En segundo término, como lo que Peter von Bagh (el más relevante historiador finlandés y amigo personal del cineasta) ha llamado con palabras bellísimas, "una enigmática tierra de nadie llena de emoción silenciosa, humorística y profunda", un territorio imaginario relacionado con esos "densos paisajes urbanos de ensueño que Kaurismäki logra crear en sus películas y que, básicamente, carecen de equivalente en la vida real". Una ensoñadora no man's land, por lo tanto, de la que se desprende un discurso añorante del pretérito y confiado en el futuro, contagiado por una secreta ternura y por una felicidad apenas intuida, pero irrenunciable.
La comprensión más enriquecedora de su obra se alcanza, precisamente, cuando la mirada del espectador o del analista acierta a percibir, de forma simultánea, estas dos parcelas aparentemente contradictorias: la mirada inclemente y la pulsión solidaria, la radiografía feroz y el aliento elegíaco, la desesperanza más negra y el combate de resistencia. Sus películas hablan, ciertamente, de la soledad de los marginados y de la derrota de los vencidos, pero también del refugio que ofrece el amor y de la esperanza implícita en ese imaginario que sigue apostando, contra toda evidencia, por un mundo mejor.
De ahí la recurrencia de la condición proletaria en muchos de sus personajes, pero también la utilización del melodrama, del humor y de la música —como herramientas estilizadoras— para organizar el universo diegético en el que aquellos deben apañárselas para sobrevivir: un mundo que, por estar situado "a medio camino entre la ternura y la ferocidad", hace más digerible la desolación ambiente, como dice Tony Partearroyo a propósito de ese humor que acostumbra a irrumpir, entre lo que se dice y lo que se silencia, entre lo que se muestra y lo que se oculta, en todas las películas de Kaurismäki.
En las imágenes de este poeta lacónico, disfrazado a veces de Bresson, admirador confeso de Ozu y albacea nórdico de Dreyer, cada gesto mínúsculo, cada movimiento sutil, cada mirada furtiva adquieren de pronto para el espectador, casi por sorpresa, un relieve inadvertido, un sentido enriquecedor y complejo. Sobre un denso tapiz de silencio y de impasibilidad gestual, el simple arqueo de una ceja o el deslizamiento apenas perceptible de una mano expanden de forma multiplicadora su capacidad expresiva. Por eso el aforismo bressoniano que sienta la ecuación "menos es más" se convierte, dentro del "universo Kaurismäki", en la ley que rige, implacable, toda la mecánica lingüística, dramática y narrativa que lo sostiene.
El estilo minimalista y la depurada expresión visual de este director con alma nostálgica son deudores del despojamiento casi franciscano que practica su puesta en escena. Su voz narrativa es producto de la sequedad elíptica de su sintaxis, de la desnudez pudorosa de su gramática, de la práctica natural y constante de la metonimia y de la sinécdoque. Su credo particular, y más todavía su propia idiosincracia, le llevan a ejercer una particularísima ecología del lenguaje: todo lo que puede ahorrarse, se ahorra; todo lo que se puede insinuar, se insinúa; todo lo que se puede condensar, se condesa.
La representación explícita, los diálogos discursivos, la mostración de lo evidente, el énfasis propio de los subrayados, las servidumbres psicologistas o las escenas explicativas son, dentro de este sistema, enfermedades a erradicar, excesos propios de un despilfarro irresponsable. Ahora bien, la depuración de todo lo accesorio y la eliminación de todo lo superfluo no son aquí, solamente, una cuestión de economía expresiva, no derivan sólo de una postura combativa y rebelde (que también existe) frente a esa cansina logorrea banal que esteriliza y abarata una gran parte del cine contemporáneo, sino que son también —y sobre todo— producto natural de una mirada, consecuencia implícita de una forma de estar en el mundo y de un peculiar "timbre de voz".
Se comprende así que Kaurismäki recorra en solitario el itinerario propio de un francotirador cuyo discurso permanece aislado y claramente diferenciado, incluso, del que desarrolla su hermano Mika, con el que comparte intereses comunes en el campo de la producción y con quien ha colaborado, de forma intermitente y polifacética, en algunas de sus películas. Dice que sólo puede trabajar o rodar si es fiel a su propia manera de entender el cine, por lo que mantiene con insobornable radicalidad un talante creativo y una filmografía que avanza, impérterrita, a espaldas de modas o corrientes, a despecho de convenciones o de conveniencias espúreas, a golpes exclusivos de coherencia personal y al margen de todo tipo de contaminación ambiental.
La intransigencia con la que se abre paso la trayectoria de Kaurismäki genera el aislamiento inevitable de un discurso que no busca la complicidad fácil de los espectadores y que se sitúa frente al público desprovisto de ropajes aduladores. Un discurso ajeno a toda retórica, pues se despoja con nitidez de muletillas y oropeles para bucear con sinceridad en lo más auténtico de las ficciones que ofrece, para contemplar a sus personajes sin ataduras ni complacencias de ningún tipo: casi siempre de frente, sin dejar apenas espacio a la expresión abierta de sus emociones, pero buscando siempre la manera de comunicar éstas bajo un espeso manto de pudor y de silencio.
Empeñado contra viento y marea en recorrer un camino personal ajeno a cualquier canto de sirena, su cine tiene escasos parentescos dentro del paisaje audiovisual contemporáneo, y los que tiene no son de carácter cosanguíneo o de naturaleza familiar, si bien es cierto que pueden rastrearse algunos y más bien dispersos lazos de este tipo en películas de Jim Jarmusch, Hal Hartley o Takeshi Kitano: otros tantos poetas de voz lacónica y narrativa descarnada concernidos por la soledad y por el silencio. Los "pares" de Kaurismäki se sitúan más bien, sin embargo, en territorios muy diferentes y, aunque no comparten con él ni estilo visual ni mundo referencial, sí puede vérseles como involuntarios, pero fraternales compañeros en la tozudez de su aislamiento.
Irreductible en su firme decisión de filmar únicamente aquello que de verdad le concierne o le conmueve, Kaurismäki pertenece a la estirpe de esos lobos solitarios que, bien por voluntad militante o bien por carácter, se mantienen orgullosamente aislados —y mayoritariamente incomprendidos— en medio del confuso y más bien ruidoso panorama que el cinematógrafo ofrece a finales del siglo XX. Se trata, probablemente, de una especie en extinción, representada por esos pocos y raros ejemplares que parecen sobrevivir en cautividad, pero que en realidad ejercen —altivos o silenciosos— una libertad inasimilable, vivificadora y desafiante: la que muestran en sus películas, si acaso junto a los tres directores ya citados en el párrafo anterior, cineastas como Eric Rohmer, Theo Angelopoulos, Abbas Kiarostami, Víctor Erice, José Luis Guerín, Jean-Luc Godard, Jacques Rivette, Atom Egoyan, Manoel de Oliveira, Raoul Ruiz, Alain Tanner, Hou Hsiao-Hsien, los hermanos Dardenne (Luc y Jean-Pierre), Nanni Moretti, Lars Von Trier y, probablemente, muy pocos más.
Es una nómina plural y ciertamente heterogénea, en la que se integran —según esta óptica— veteranos que provienen del cine mudo, abanderados de la modernidad que irrumpió en la historia del cine con la eclosión de la Nouvelle Vague, hijos espirituales de ésta que prolongan su búsqueda con tozudez y determinación, o jóvenes irredentos que vuelven sus ojos hacia el territorio fértil de la tradición para buscar, en los secretos mejor guardados de ésta, un alimento nutritivo con el que enriquecer sus particulares ansias de coherencia, un precedente con el que enlazar en su permanente vocación de ruptura.
A esta última hornada es a la que pertenece el cineasta finlandés. Bien por ósmosis natural —tras haber devorado una gran cantidad de películas—, bien por invocación directa o bien por elección deliberada de su propios padrinos, la obra de Kaurismäki rescata para el cine contemporáneo la herencia fertilizadora de un pretérito (cinematográfico, musical y narrativo) del que el director de La vida de bohemia se sabe agradecido deudor. De ahí que bajo todos sus films palpiten numerosos ecos reconocibles (asimilados casi siempre como alimento previo), que sus planos abunden en citas explícitas (con frecuencia, como verdaderas declaraciones de principios) y que sus imágenes respiren en sintonía con los ecos latentes de una tradición filmica sobre la que voluntaria y expresamente Kaurismäki se propone trabajar.
Si hacer en cine en los años noventa obliga a "comprender inevitablemente que es preciso ajustar cuentas con el pasado", a reconocer que "no es posible hacer tabla rasa de la tradición, sino que es vital acostumbrarse a vivir con ella, sin que esto signifique la renuncia a proponer fórmulas creativas que, modificando y transcribiendo las escrituras de los grandes cineastas del pasado, retomen y amplíen la herencia en la que toda obra contemporánea se inscribe", como muy lúcidamente ha planteado Santos Zun-zunegui, el cine de Kaurismäki muestra uno de los más estimulantes ejemplos de lo que puede ofrecer el ejercicio operativo de semejante consciencia.
Ejercicio y trabajo que vampirizan sin dificultad el alimento fílmico del que se nutren y que, a través de esa mirada absorbente, de esa práctica esponjosa capaz de integrar con armonía todos los afluentes que desembocan en ella, consigue otorgar a sus películas "una densidad nueva", un discurso autónomo y una razón de ser genuina, por lo demás tan productiva como sincera. Desde la melancolía que impregna sus imágenes, desde el silencio con el que éstas se hacen elocuentes y desde el soterrado sentido del humor que subyace a su mirada, Aki Kaurismäki nos ofrece así un espejo sobre cuyo azogue, más bien azufrado y corrosivo, se refleja un universo cargado de dolor, un paisaje árido y de apariencia desoladora por el que la ternura y las emociones circulan de contrabando y casi siempre subterráneas.
Un espejo sobre el que contemplamos, entre asustados y confortados, el desamparo en el que nos ha sumido nuestra propia perplejidad fin de siglo.
‘Cuentos de silencio y de melancolía’, por Carlos F. Heredero, en Emociones de contrabando. El cine de Aki Kaurismäki, coordinado por el propio, editado polo Festival Internacional de Cine de Gijón, Filmoteca de la Generalista Valenciana e Centro Galego de Artes da Imaxe para acompañar este ciclo.

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