
Universo Hitchcock
Del 17 de septiembre de 2019 al 28 de enero de 2020
“Se ha olvidado por qué Joan Fontaine se inclina al borde del acantilado y qué es lo que Joel McCrea iba a hacer a Holanda. Se ha olvidado a propósito de qué Montgomery Clift guarda eterno silencio y por qué Janet Leight se paró en el motel Bates, y por qué Teresa Wright está aún enamorada del tío Charlie. Se ha olvidado de que Henry Fonda no es completamente culpable y por qué exactamente el gobierno americano contrató a Ingrid Bergman. Pero, nos acordamos de un bolso. Pero, nos acordamos de un autocar en el desierto. Pero, nos acordamos de un vaso de leche, de las aspas de un molino, de un cepillo. Pero, nos acordamos de una hilera de botellas, de un par de gafas, de una partitura de música, de un manojo de llaves. Porque a través de ellos y con ellos Alfred Hitchcock triunfó allí donde fracasaron Alejandro, Julio César, Hitler, Napoleón… Tomar el control del universo… tomar el control del universo.”
Jean-Luc Godard, “Episodio 4a, El control del universo”, Histoire(s) du cinéma, 1998.
“El cine —especialmente el cine de Hitchcock— es un medio de expresión artística comercial. Las películas de Hitchcock son —por lo general— populares: en realidad algunas de sus mejores películas (La ventana indiscreta, Psicosis) figuran entre las más populares. De esto se desprende la suposición genralizada de que, no importa cuán ‘ingeniosas’, ‘técnicamente brillantes’, ‘entretenidas’, ‘cautivantes’, etc. puedan ser, no pueden tomarse en serio de la misma manera que tomamos en serio, pongamos por caso, las películas de Bergman o Antonioni. Las de Hitchcock deben ser, si no absolutamente malas, cuando menos fatalmente defectuosas desde un punto de vista serio. Y a quienes adoptan este criterio les resulta bastante fácil señalar todo tipo de ‘concesiones a la taquilla’, compromisos fatales con un gusto popular corrompido: Hitchcock recurre una y otra vez al género del suspenso en busca de material; generalmente utiliza estrellas consagradas que son ‘personalidades’ primero y actores después: en su obra hay un marcado elemento de humor, gags y ‘alivio cómico’ que efectivamente socavan cualesquiera pretensiones de seriedad sostenida en el tono. Para alguien cuya formación haya sido primordialmente literaria, estas objeciones evocan decididamente algo muy conocido. Uno recuerda el género ‘comercial’ —y en su época intelectualmente desprestigiado— del drama isabelino; pensamos en aquellos correctores de textos que han deseado eliminar la escena de Porter de Macbeth porque su tono de comedia festiva es incompatible con el ambiente de tragedia; en las quejas del doctor Johnson sobre la fición de Shakespeare a los ‘juegos de palabras’ y los conceptos rebuscados; en las críticas de Robert Bridges a las escenas festivas en obras como Measure for Measure. El razonamiento, en todos estos casos, era básicamente el mismo: Shakespeare se permitió esas lamentables desviaciones de la seriedad sublime sólo para dar gusto al ‘vulgo’; o, si nos resulta imposible admitir tal cosa, podemos consolarnos con la reflexión de que tal vez fueron interpolaciones debidas a alguna otra persona.
Ahora bien, no nos interesa negar las imperfecciones de Shakespeare y tampoco las de Hitchcock. En efecto, una de las objeciones de peso que cabe hacer a muchas de las exégesis francesas de Hitchcock en nuestros días es que los autores tienden a partir del supuesto de que su héroe no puede equivocarse, y dejan de hacer los distingos necesarios entre diferentes obras o de admitir ocasionales fracasos de realización en algunas obras. Tal enfoque hace mucho daño, puesto que erige entre el artista y su público barreras muy difíciles de derribar: no se responde de primera mano a una obra de arte si ésta es abordada en actitud de veneración exenta de crítica. Pero de lo que no deseamos despojar ni a Shakespeare ni a Hitchcock es precisamente de la riqueza que la obra de ambos deriva del sentido de contacto vivo con un amplio público popular. Desear que las películas de Hitchcock fueran como las de Bergman o Antonioni equivaldría a desear que Shakespeare hubiese sido como Corneille (que fue lo que desearon en realidad sus críticos del siglo XVIII). Esto no implica falta de respeto a Corneille (ni a Bergman y Antonioni) que puede ofrecernos experiencias que Shakespeare no puede darnos; lo que quiere implicar es que Shakespeare puede ofrecernos experiencias más ricas, y que si de alguna manera elimináramos todo rastro de atractivo ‘popular’ de Shakespeare y Hitchcock, entonces perderíamos a Shakespeare y a Hitchcock.”
Robin Wood, El cine de Hitchcock. México, D.F., Ediciones Era, 1968, pp. 10-11.

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