
Play-Doc: Monte Hellman
Del 20 de mayo de 2025 al 30 de mayo de 2025
¿Qué significa ser culturalmente marginal? Esa es la pregunta que deberíamos hacernos al encontrarnos frente a frente con la oeuvre, «evidente» en la superficie (difícilmente podría pedirse más en cuanto a precisión de la claridad visual), pero misteriosa en lo fundamental, de Monte Hellman. Tras unos comienzos en el mundo de los filmes de serie B —muchos de ellos producidos o financiados por el emperador de este particular reino, Roger Corman—, en apariencia dirigidos a un público poco exigente que buscase un producto de explotación, sus películas parecen haber saltado por encima de cualesquiera expectativas comerciales que en teoría pudieran haber generado, y haber aterrizado, sin desviarse, en una forma de distribución más adecuada para Robert Bresson o Jacques Rivette. La proyección de cuatro obras maestras de Hellman en el festival español Play-Doc constituye una iniciativa que debe saludarse calurosamente, pero que suscita algunas dudas sobre lo apropiado del contexto. Ello es así porque se trata de películas que, al mismo tiempo, se encuentran y no se encuentran en su ambiente en un festival europeo dedicado al cine independiente, igual que estaban y no estaban en su ambiente en aquellos cines grindhouse que las acogieron durante lo que podríamos describir, exagerando un poco, como su «estreno» original en las salas. Son, en todos los sentidos, películas carentes de un lugar adonde pudieran, aun hipotéticamente, ir a descansar. The Shooting (El tiroteo, 1966), Ride in the Whirlwind (A través del huracán, 1966), Two-Lane Blacktop (Carretera asfaltada en dos direcciones, 1971) y Cockfighter (Gallos de pelea, 1974), condenadas a una existencia de nomadismo cinematográfico, son objetos que nos resultan molestos, obras maudites que se niegan a acomodarse siquiera en esta nada acomodaticia categoría.
Ahora que (con alguna excepción) es relativamente fácil encontrar ejemplares físicos de las películas de Hellman, debería recordarse lo complicado que fue en su día localizar estos esquivos textos. Yo, como joven cinéfilo, sabía quién era Monte Hellman mucho antes de tener ocasión de ver en realidad nada que hubiera dirigido. Una serie de búsquedas por oscuras tiendas de vídeo finalmente dio como resultado la aparición de una cinta VHS de The Shooting que, como se puso de manifiesto, estaba tomada de una de las peores copias de cosa alguna con que me haya topado nunca: el primer minuto de los créditos iniciales se había desvanecido, sin más, y lo habían sustituido por unos intertítulos generados por vídeo, y la mayoría de las escenas acababan con un brusco empalme. La dificultad de seguir la narración, el presentimiento de que faltaba material importante para comprender el argumento, parecía deberse a que había imágenes que se habían eliminado por accidente; la apocalíptica calidad de los materiales fuente me transmitía la impresión de que estaba «leyendo» un texto antiguo que no había sobrevivido más que en forma fragmentaria. Con todo, estas ediciones de The Shooting meticulosamente restauradas que ahora están disponibles en Blu-ray (y que, sin duda, constituirán la base de lo que se proyecte en el Play-Doc) no resultan ser menos elípticas, pues se ha omitido el sentido de algunos elementos fundamentales que, al cabo, formaban parte del concepto original. Se trata de un filme que pudo haberse concebido a propósito de tal manera que pareciese una copia manejada sin cuidado.
Por lo tanto, es procedente que estas películas lleven encastrada su condición de objetos de obsesión: artefactos difíciles de hallar que deben buscarse en espacios marginales. Y, por supuesto, totalmente lógico que se centren de un modo tan implacable en personajes que se entregan a búsquedas igual de obsesivas que las que en su día exigían estos filmes de los posibles espectadores interesados. La mujer anónima a la que interpreta Millie Perkins en The Shooting, en su travesía por el desierto en pos de un hombre que puede ser responsable de la muerte del hijo de ella, pero que bien puede ser también otra cosa muy distinta. Los protagonistas, asimismo anónimos, de Two-Lane Blacktop, que dedican cada minuto de su existencia consciente a unas carreras de coches que les aportan poco en lo que a satisfacción se refiere. El epónimo preparador de gallos de pelea, encarnado por Warren Oates, habitual de Hellman, igualmente entregado a alcanzar la victoria en ese marginalísimo deporte.
Procedente es también que estas películas sin hogar se centren tan a menudo en personajes que se hallan en un dilema semejante, relegados a una existencia desarraigada por obra del destino, de su naturaleza obsesiva o de algo profundamente enraizado en la experiencia estadounidense, con su ambivalente actitud hacia la comunidad asentada, vista al mismo tiempo como un estado ideal de vida y como un espacio feminizado que poco le ofrece al hombre salvo la experiencia de la castración. El secreto en el que radica la esencia del género del oeste está en que la única opción respetable que tiene el consumado varón estadounidense es la de alejarse de esa comunidad en cuyo nombre parece actuar, arrojado para siempre a un páramo que trata de conquistar en aras de unos valores que lo harán a él superfluo. Lo cual equivale a decir que la experiencia de los Estados Unidos es, en el fondo, una experiencia de locura. La genialidad de Hellman consiste en enfrentarse a ello sin parpadear, exponiendo esas neurosis que unen la construcción de una nación a las absurdas actividades del que echa carreras de coches y del que prepara gallos de pelea. Aquí el momento clave es el final de Two-Lane Blacktop, en el que la carretera, ese símbolo de libertad frente a las opresiones de la domesticidad, se convierte en la carretera a ninguna parte (Road to Nowhere, 2010) que da título al último largometraje de Hellman; una carretera que se extiende eternamente y no ofrece ni liberación ni triunfo, sino, por el contrario, una pesadilla que no va a terminar nunca. La imagen final de un rollo de película que se atasca y empieza a arder en el proyector constituye la forma más elocuente que se pueda imaginar de expresar la imposibilidad del sueño estadounidense, con sus irreconciliables contradicciones. Aquí el hecho de acabar en el fuego indica no la muerte de los protagonistas, como en la conclusión de Easy Rider (Buscando mi destino, 1969), sino la muerte del cine, de la narración, de Estados Unidos mismo; una visión pesimista que viene aún más al caso ahora que entramos en una época que promete confirmar nuestras peores presunciones sobre el país. Por el filo de estas películas sobrevuelan constantemente unos ideales de fraternidad que rara vez se perciben con nitidez, pero que generan un desgarrador sentimiento de pérdida ante la desaparición de unos valores comunes que puede que no hayan existido nunca y que apelan a un público que tal vez sea, él mismo, una obra de ficción. Son como el Rachel, ese barco «de rumbo errante» al final del Moby Dick de Herman Melville, que, «retrocediendo en busca de sus hijos perdidos, encontró sólo otro huérfano».
Sin hogar: el cine de Monte Hellman
Por Brad Stevens
Con la colaboración de

El tiroteo

Two-lane Blacktop / Carretera asfaltada en dos direcciones

A través del huracán
