Lo cotidiano es lo imaginario: el cine de Teo Hernández
Del 1 de enero de 2018 al 28 de febrero de 2018
Es muy probable que cuando Teo Hernández se marchó de México en 1965, ya fuera consciente de que confluían en él varias líneas de sangre. Unos fotogramas de Que viva México! de Eisenstein habían confirmado su deseo de hacer cine desde los 15 años, filmando entre 1968 y 1970 varias películas en 8mm que él mismo proyectaba a 12fps. En 1976, tras una larga pausa en la que se dedicó a viajar, se instaló en París y comenzó a trabajar en una exploración ritual sobre las posibilidades del velo, consecuencia de las recientes aventuras en Oriente y de su interés por las fiestas religiosas mexicanas. Manipulados por varios actores sobre unos fondos negros que le permitieron borrar los decorados, los velos no sólo aplanaban la –para él- engañosa profundidad de campo, sino que se convertían en una pantalla que separaba al personaje/espectador del objeto deseado. El mundo exterior jamás interfería en el centro de una imagen ocupada por el lujo de las baratijas: lentejuelas, bolas de cristal, espejos, copas, antifaces, puñales, calaveras.
En cierto momento, mientras daba forma a estas «pavanas sexuales» en las que la varita mágica de la cámara tejía en oro los trajes de sultán –así describió Dominique Noguez esta película-, Teo descubrió que estaba girando en círculos en torno a Salomé. Sin embargo, este filme no es una ilustración del relato histórico o de la obra literaria, sino que está estructurado alrededor de la luz, el color y la velocidad de proyección. En Salome no hay economía de gestos útiles; cada movimiento de los actores está encadenado y ralentizado como si fueran volutas de humo. En el delirio de esta visión alargada, el mito deviene una fuerza transformadora que posibilita el ascetismo y la sensualidad, mientras que las diferentes músicas proponen su contrapunto. Acostumbrado a ver que en el cine el placer comenzaba cuando terminaba el plano, en Salome cada secuencia comienza en el instante en el que en las otras películas terminan: el momento del orgasmo.
Teo cuenta en sus diarios que el 31 de diciembre de 1979 colocó la cámara en la ventana de su casa (dirección Oriente) y la programó para que filmara durante toda la noche. En aquel momento le quedaban 12 años de vida y había realizado tan sólo la cuarta parte de sus 150 películas. La nueva década confirmaba una sensación de aceleración que ya había quedado registrada en sus últimas películas, ahora cada vez más parecidas a un torbellino. En Lacrima Christi, tercera parte de la tetralogía de Le Corps de la Passion, ya no reconocemos personajes, sino las formas de la fijación, la disolución o la multiplicación de la alquimia. Como escribió Noguez, se trata de «un cine cristiano en el sentido de la Contrarreforma, que retuerce y tortura el cuerpo (...) y sólo representa el éxtasis en tanto que apoteosis del dolor (...). Incluso cuando se revisten con coronas a los jóvenes semidesnudos (...) cuyas poses recuerdan un continuo descenso de la cruz (...), éstas son menos las coronas de pámpano y de hiedra de Dionisos que la de espinas del Crucificado». El espectador es convocado eróticamente a un vía crucis que pareciera filmado de una sola vez, en el que los actores (Michel Nedjar, Gaël Badaud), en pleno gozo, no paran de actuar entre toma y toma. En esta anamorfosis (memoria remontada como río sonoro) ya no hay un Santo Grial, sino pétalos y perlas, panes y vinos. Los objetos, portadores del viaje, aislados y estirados desde el interior hasta quedar metamorfosearlos, desaparecen, resurgen, se desencuadran y vuelven al centro (primacía del primer plano).
Aunque las estructuras parezcan cabalísticas, los cientos de filmes que Teo agrupó en diferentes series arquitecturales (Souvenirs, Portraits, Autobiographie, Journal) comparten la misma exaltación ante el instante-fotograma irreversible y el mismo ritmo convulsivo y embriagado. Teo filma tal y como camina por la calle y gira la cámara en todos los sentidos. Los colores del agua o de las vidrieras de Notre Dame en L’Eau de la Seine o Nuestra señora de París –ambas parte de Paris Saga- quedan rasgados, reducidos a impresiones ópticas: son vistos gracias a la luz. Es una cuestión fisiológica: Teo filmaba con los dientes apretados, apoyado en un solo pie, de modo que el cuerpo, sentido al completo ante el dolor provocado por el desequilibrio, fuese la antecámara de la visión.
Como escribió Mauricio Hernández, Pas de ciel –perteneciente a la serie Films de danse-, sería el filme-manifiesto de Teo, en tanto que concentra la dialéctica entre las dos artes del ritmo y el movimiento: la fuerza y gracia del cineasta y las del bailarín-coreógrafo Bernardo Montent –intérprete soñado con el que Teo hará varias películas- se retroalimentan y acoplan aquí en una danza desnuda, concentrada en un techo frente al Mediterráneo. En una de las últimas entradas de su diario, Teo anotó: «La danza: colgarse del vacío (...), remontar el cielo invisible (...), ahuyentar las presencias maléficas, atraer los elementos, alcanzar los corazones, hacer vibrar los cuerpos».
Francisco Algarín Navarro, comisario do ciclo
Agradecimientos: Francisco Algarín Navarro, Dominique Noguez, Mauricio Hernández y Michel Nedjar.