Los Tortuga

Han pasado cinco años desde que Belén Funes debutara en el largometraje con 'La hija de un ladrón', una ópera prima a flor de piel, tan cruda como repleta de honestidad en la que sentaría las bases de su estilo y de su mirada, de su sensibilidad a la hora de retratar el sentimiento de ‘otredad’, el desarraigo y acercarse a la realidad de la clase trabajadora de una forma tan transparente como dolorosa sin necesidad de apelar a recursos tremendistas. Ahora confirma su extraordinario talento con 'Los Tortuga', una película en la que crece como cineasta, en la que no repite patrones, pero sí se mantiene fiel a su esencia a la hora de hablar sobre la precariedad instalada en nuestra sociedad, pero de una forma más poliédrica y expansiva.

De nuevo el núcleo del relato se asienta en las relaciones familiares, en esta ocasión entre una madre y una hija entre las que se ha asentado una distancia a partir de la muerte del padre. Cada una ha afrontado el duelo de una manera diferente, la madre no aceptando la pérdida, la hija, haciendo esfuerzos para encontrar su identidad en medio del desconcierto y de una situación económica de supervivencia pura. La directora se encarga de conectar una serie de elementos de forma casi invisible que nos llevan desde las personas que migraban a Barcelona con la casa a cuestas en busca de una vida mejor (a los que llamaban 'los tortuga') al problema de la vivienda en la actualidad.

Pasado y presente se dan la mano sin necesidad de subrayados, porque ambas cuestiones, aunque resultan cruciales para el destino de los personajes, no los definen, aunque sí los condicionen. En ese aspecto, la joven protagonista podría mantener vínculos autobiográficos con la propia Belén Funes, ya que quiere estudiar cine, pero al mismo tiempo, la falta de dinero la obliga a plantearse su futuro más inmediato. Todas esas cuestiones se encuentran perfectamente orquestadas en el seno de modélico guion en el que no hay ni un ápice de artificio a la hora de construir los personajes ni sus relaciones ni tampoco los problemas que los afectan. Todo está integrado de una manera orgánica en la que hay espacio para la emoción, la reflexión y, sobre todo, la dignidad humana.