Dedicated Treasures of Horyuji-Temple [Tesoros consagrados del templo Hôryû-ji]
Hôryuji ken’nô hômotsu / 法隆寺献納宝物
Eiji Okada, Terumi Niki
- 20 min.
Filmado en el Museo Nacional de Tokio en torno a las reliquias del templo Hôryû-ji. Haneda implementa técnicas de filmación procedentes del kagaku eiga (cine científico) para proyectar emociones surgidas de la interacción con piezas de más de mil años de antigüedad.
Material de apoyo para el subtitulado a cargo de Moe Shuji.
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Ampliar los afectos. El cine de Sumiko Haneda
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Dedicated Treasures of Horyuji-Temple [Tesoros consagrados del templo Hôryû-ji]
Versión lingüística:VOSGFormato:35mm.Presentación do ciclo con Francisco Algarín e Irene González-López, comisarios. Entrada de balde. Proxección DCP/35mm.
- Ano:1971
- Países de producción: Japón
- Guión: Sumiko Haneda
- Productora(s): Iwanami Productions
La melancolía y lo sublime en Sumiko Haneda: 'Hōryūji ken'nō hōmotsu' ('Tesoros donados al templo Horyuji'), un poema cinematográfico sobre la ausencia, la memoria y el paso del tiempo
Raúl Fortes-Guerrero, Marcos Centeno-Martin (Lumière. Especial Sumiko Haneda)
En 1964, el Museo Nacional de Tokio abrió al público la Galería de Tesoros de Hōryūji, repositorio en el que se conservan numerosas obras maestras de arte budista procedentes del icónico templo japonés que, a comienzos del período Meiji (1868-1912), fueron ofrecidas a la familia imperial. Para dar publicidad a la inauguración de este nuevo espacio, el museo confió a la productora de documentales Iwanami la realización de una película sobre las referidas piezas artísticas; el fruto de tal encargo fue Hōryūji ken’nō hōmotsu (Tesoros donados al templo Horyuji), un cortometraje documental patrocinado por el propio museo y dirigido en 1971 por Sumiko Haneda. La película constituye la segunda bijutsu eiga («película de arte») de la cineasta para dicha institución museística pero, lejos de lo que podría pensarse, trasciende su aparente naturaleza de mero documental para convertirse, en la línea de los trabajos de otros autores como Chris Marker, Agnès Varda o Werner Herzog, en un emotivo poema-ensayo cinematográfico sobre tres temas centrales de la cultura japonesa, igualmente presentes en la producción hanediana: la ausencia; lo efímero vinculado al paso del tiempo, cuya filmación constituye la paradoja misma del cine al fijar lo que es mutable; y la memoria. En Hōryūji ken’nō hōmotsu, la imagen, la música y el texto se entretejen de forma armónica para mostrarnos, más allá del valor artístico e histórico de estos exvotos, un lírico collage que deviene en maravillosa visión de lo sublime y de la melancolía que este lleva aparejada.
Haneda consigue esto haciendo uso de una serie de técnicas de desfamiliarización que van desde el empleo de métodos de grabación y montaje propios de las kagaku eiga («películas científicas») hasta la inclusión de poemas y elementos visuales que, en principio, nada tienen que ver con las piezas filmadas, y que crean una estructura fragmentaria desconcertante, como desconcertantes resultan también el uso esteticista de la iluminación, las transiciones artísticas entre escenas por medio de fundidos encadenados tan hermosos como efectivos o la intencionada descoordinación entre imagen y sonido, estrategias cinematográficas que rompen continuamente con las expectativas del público acostumbrado a las convenciones del género. Todo ello contribuye a difuminar las fronteras habitualmente establecidas entre la realidad y la fantasía, entre el documental y la ficción, lo cual entronca con cierta concepción oriental de la realidad y el sueño –palabra que se repite significativamente a lo largo de la película–, cuyos límites, extremadamente borrosos, nos remiten en última instancia al budismo, para el que el mundo es una gran ilusión.
Acercándose, de este modo, a postulados de la vanguardia documental de posguerra, Hōryūji ken’nō hōmotsu supera la aséptica mirada científica tradicional y renueva el lenguaje de este tipo de cine al ofrecer una aproximación a su objeto de estudio llena de humanidad, rasgo que se ha convertido en sello distintivo de toda la obra hanediana y que, en este caso concreto, resulta particularmente llamativo al aplicarse a seres inertes. Así, a través de la voz de quienes un día los poseyeron, exvotos tan dispares como estatuas de Buda, máscaras del gigaku, instrumentos musicales o tejidos decorados con motivos búdicos interpelan al espectador y, salvando un abismo temporal de más de mil años, le hablan de un fragmento de la historia del país nipón en el que la religión permeaba todos los aspectos de la existencia. El insólito recurso de «hacer hablar» a estas piezas mediante actas de donación históricas acompañadas de aparentes textos votivos crea una especie de «(auto)biografía» fílmica de los objetos que revela al espectador no tanto las características externas de estos como su rico y desconocido universo interior, sus avatares, los silenciosos estragos que el tiempo ha causado en ellos, abordando «así» la noción budista de yo no mujō (transitoriedad del mundo) y la idea aparejada de wabi-sabi –belleza de las cosas imperfecta, pasajera e incompleta–, fundamental en la tradición estética japonesa. Con el toque mágico de su cámara, poniendo en práctica un método de filmación surgido en la productora Iwanami, Haneda explora, cual psicóloga o chamana, la psique de los objetos allende su apariencia física, presuponiendo, en consonancia con las creencias del sintoísmo, que todas las cosas están dotadas de espíritu. De esta forma, la película deviene no sólo en emotivo canto a la poética de lo humano a través de los objetos y a la poética de los objetos a través de lo humano, sino también en vehículo sublime para la transmisión de toda una serie de valores éticos, constituyendo un excepcional paradigma cinematográfico de adecuación de la forma al contenido.
(Marcos Centeno-Martin y Raúl Fortes-Guerrero son profesores de la Universitat de València)