
La vuelta al nido
José Gola, Amelia Bence, Julio Renato, Cielito, Vicente Forastieri
- 75 min.
Enrique es un rutinario empleado de oficina que vive un matrimonio ya sin pasión. Luego de recibir un mensaje anónimo que le advierte que su mujer lo engaña, empezará a replantearse algunas cosas.
- Ano:1938
- Países de producción: Argentina
- Fotografía: Carlos Torres Ríos
- Montaje: José Cardella
- Productora(s): Establecimientos Filmadores Argentinos
El rey de la B
Ramiro Sonzini (La vida útil)
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Sobre el nombre de Leopoldo Torres Ríos se proyecta la pesada sombra de otro Leopoldo, Torre Nilsson, su adorado hijo y discípulo, figura central del cine argentino, nexo entre el clasicismo y la modernidad, entre la industria y la independencia, entre la literatura y el cine. Pero no siempre fue así. Si nos paráramos a mitad del siglo XX y miráramos hacia atrás, la relación de magnitud entre ambas sombras se invertiría… aunque la del padre siempre tendió a la ligereza.
Gracias al titánico trabajo de Jorge Couselo, en 1974 (catorce años después de su muerte) Torres Ríos tuvo un libro dedicado a su obra llamado Leopoldo Torres Ríos: El cine del sentimiento, que es el sueño de cualquiera que pretenda trascender la escasa información que hay sobre el director en la web. En los capítulos dedicados a su infancia y juventud nos encontramos con un self made man porteño y proletario (nacido y criado en el barrio de Barracas, al sur del centro), que de muy joven se internó en la tumultuosa vida bohemia de la ciudad vorazmente atraído por el arte y la cultura popular. Era una época en la que ese mundo estaba en ciernes, desinstitucionalizado y en estado de embriagante vitalidad; no había universidades que enseñaran a ser cineasta (ni músico de tango, ni actor, ni poeta): lo que fuera necesario para lograrlo se debía descubrir rascando las paredes y el asfalto.
A los doce y con apenas cuarto grado terminado, Leopoldo abandonó el hogar materno y a partir de allí, junto a su hermano mayor Jesús (que luego sería Carlos), viviría un sinfín de aventuras con un único objetivo en el horizonte: hacerse un lugar en la incipiente cinematografía nacional. En 1915 se presentaron al establecimiento de Federico Valle —un italiano que había logrado prestigio en el cine documental— sin nada que ofrecer más que su entusiasmo; pero fueron rechazados, ya que Valle buscaba hombres con ideas concretas y experiencia. Los Torres Ríos y otros jovenzuelos —más tarde aglutinados bajo el mote de “los atorrantes del cine”— veían en Valle y en Glüksmann (el otro mercachifle de la época) a los poderosos ubicados en la vereda de enfrente de su “libre albedrío”. Terminarían encontrando amparo en la competencia, bajo el ala de Julio Irigoyen, “el campeón de los quickies”, un mercenario del cine cuya fama se cimentaba en su inigualable capacidad para reducir costos de producción al máximo, lo cual incluía filmar muy rápido, sin prestarle atención a la puesta en escena, y, por supuesto, trabajar con cualquiera que estuviera dispuesto a colaborar a cambio de ningún peso.
En ese tiempo, como Leopoldo no conseguía dirigir se la pasaba viendo películas, discutiendo en bares —defendiendo la autonomía del cine respecto de las artes mayores— y escribiendo cuentos, tangos y ensayos periodísticos, entre los cuales se destaca uno, notable, publicado en la revista Crítica y que se convertiría en la primera historia del cine nacional: su “Historia ligera” (incluido en este dossier).
En las tertulias de la calle Esmeralda conoció al Negro Ferreyra, que se convertiría en su maestro e impulsor. Buscó su amistad, dice Couselo, porque en él “se condensaba la ilusión de un cine cifrado en la simpleza de la imagen, sin divismos histriónicos, sin apoyos teatrales o literarios”. Durante los 20 colaboró como argumentista con Ferreyra y con Irigoyen y logró dirigir algunas películas mudas (por lo menos tres), de las que nada podremos saber ya que están perdidas. Como el dinero no alcanzaba, en paralelo diversificó su zona de expertise escribiendo placas de películas mudas y practicando el oficio de montajista al encargarse de “aligerar” películas europeas que la distribuidora Terra estrenaba “atemperando” sus lentitudes originales para acoplarlas al gusto argentino (acostumbrado al dinamismo de las películas norteamericanas), además de experiencias más exóticas como “apicantar” películas comerciales agregándole fragmentos eróticos o patentar un sistema de sonido para vender a salas que transicionaban tecnológicamente. Todas estas excéntricas aproximaciones a su objeto de deseo le permitieron ir aprendiendo el oficio, pero también cimentaron una singular manera de relacionarse al cine. Nunca desde el centro pero siempre rondándolo, siempre describiendo trayectorias zigzagueantes e impredecibles, llenas de sorpresas y fragilidades.
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Recién con la consolidación del sonoro, y amparado en el éxito comercial de sus primeras incursiones mudas, Torres Ríos tendría la chance de hacer lo que quisiera: el resultado fue La vuelta al nido (1938). La película comienza con un pequeño prólogo de tintes documentales: un paneo contrapicado del cielo que va girando en círculos y tomando en su movimiento las nubes, las puntas de los deshojados árboles otoñales y los techos de unas construcciones que resultan jaulas de animales. Tigres, cebras, hipopótamos, osos, un exótico bestiario que aporta una nota de extrañeza e inmediatamente hace contrapunto con las alegres panorámicas de los ciudadanos disfrutando del paseo: estamos en un zoológico. Luego, los protagonistas: un hombre (José Gola) y sus dos hijitos miran concentrados la jaula de los leones. Inesperadamente, sobre el rostro de una de las bestias se sobreimprime un paisaje salvaje y la música cambia de tono, de alegre a melancólica, como si Torres Ríos entre los humanos y el león hubiera elegido a este último para zambullirse en su subjetividad. La proyección del león continúa unos planos más, en los que vemos un plácido río con garzas y patos, y es interrumpida por el comienzo de la escena siguiente, que abre con una jirafa de peluche apoyada en una cómoda, casi parodiando la reciente introspección antropomórfica. Esa impresión de ir y venir de una cosa a otra, de cambiar sorpresivamente el foco de atención, casi de distracción calculada, es una de las características centrales del estilo narrativo y formal de Torres Ríos. Lejos de la mesura y el mutismo de una puesta en escena invisible, pareciera haber comprendido intuitivamente que la cámara era al cineasta lo que el lazarillo al ciego, una criatura ortopédica de guía e indagación.
La película gira en torno a un pequeño conflicto amoroso que se desata en la vida de Enrique Núñez (Gola) cuando recibe en la oficina una carta anónima que le informa que su mujer lo engaña. Pero ese conflicto se despliega recién a la mitad de la película. Antes de eso Torres Ríos se dedica a explorar el universo familiar, que es básicamente la casa. Ese hogar de clase media en el que, mientras la esposa (Amelia Bence) peina y acuesta a la nena y el padre baña al varón, en la cocina la olla con leche hierve y rebalsa (en esta casa no alcanza para pagar servicio doméstico). Ella es bellísima, delicada y grácil, dulce con sus niños y amable con su marido. Él es rústico y varonil; aunque cariñoso con los hijos, increpa con saña a su esposa por cualquier cosa, cargado con una intolerancia que probablemente haya forjado puertas afuera. Los niños son unas criaturas muy extrañas. La intensidad de sus miradas (nunca frontales, siempre esquivas y llenas de picardía) y la elocuente y juguetona entonación de sus voces nos hace pensar en adultos disfrazados. Como si a pesar de actuar mantuvieran un resto de rebeldía en cierta manera irónica de decir el parlamento, haciendo rechinar el artificio —su manera de decir “papito” y “mamita” es una de las cosas más espectaculares de toda la historia del cine argentino—. En las películas de Torre Ríos los niños son siempre una puerta hacia una zona de la representación un poco menos naturalista, menos atada a ciertas reglas del buen comportamiento; por eso los niños siempre son cómicos, traviesos, un tanto diabólicos y perversos.
Cuando los monstruos se duermen, Enrique baja al comedor, prende la radio y se sienta a leer el diario. Mientras tanto su mujer se pinta los labios y se arregla en el baño. Baja las escaleras (ya sin el delantal de cocina) mirando fijo a su marido, que no saca la vista del periódico. Aquí comienza una disputa. Ella se acerca lentamente desde atrás, le rodea la espalda con su brazo y le acaricia el cuello mientras se hace la que lee la página que él no está leyendo. Él insiste en ignorarla, y su resistencia se vuelve forzada. Ella no está dispuesta a perder esta batalla; se acerca un poco más y se sienta en su regazo, sin sacar la mirada del diario ni la mano del cuello. Núñez resiste, tieso. Ella, dándole a sus jugadas una continuidad asfixiante, quita la mirada del diario, la dirige hacia él y sonríe con arrogancia, sabiendo que lleva la ventaja. Le acaricia el cabello y acerca su boca primero a la sien. Lo besa. Luego detrás de la oreja, con una suavidad que todos sentiremos. Núñez no aguanta más y tira la toalla. Mira a su mujer con timidez y sonríe; la besa en la mejilla, aceptando la derrota.
Esta meticulosa secuencia ejemplifica otra característica principal del estilo de Torres Ríos: su capacidad para concentrarse y narrar detalles y gestos, en este caso para convertir una imperceptible tensión marital en una batalla campal. En estos momentos se vuelve extremadamente preciso en la elección de los planos a través de los cuales irá construyendo la tensión. Aquí, por ejemplo, cuando necesita que los espectadores veamos la incomodidad que en él provoca los movimientos de su esposa, pone la cámara frente a ellos.
Luego, cuando necesita mostrarnos lo deliberadamente provocativo de los gestos de ella y su rol de atacante, corta a un contraplano absoluto, en donde a él lo vemos de espaldas y a ella de costado escondiéndole sus gestos (sus intenciones), pero mostrándolos al espectador, creando complicidad.
Así, entre la dispersa curiosidad y la hiperconcentración se irá desplegando el mundo privado del protagonista. Cuando empieza a sospechar de su mujer la vida de Núñez se derrumba, y Torres Ríos acopla la puesta en escena a las emociones del protagonista para conquistar una subjetivación total del punto de vista, introduciendo pequeños enrarecimientos —mediante trucos elementales como desenfocar un primer plano—, sin traicionar nunca la economía de recursos que mantiene la representación dentro del corral del realismo. La cámara, con sus movimientos que no responden a la voluntad de los personajes, sino a revelar su intencionalidad, altera la percepción del tiempo, lo estira, lo fragmenta, lo detiene para que aparezca el mundo interior del protagonista, el espacio para que reflexione sobre los pequeños gestos que acaban de atravesarlo. Empezará a redescubrir a su esposa: el cuidado de sus atuendos para recibirlo en casa (¿o para encontrarse con su amante?), las furtivas miradas sexuales que ¿esconde? detrás de su máscara maternal, incluso la tremenda sensualidad de sus piernas desnudas debajo de la mesa.
El costumbrismo hogareño dará paso a un mundo de proyecciones mentales, recuerdos y alucinaciones en las que Torres Ríos alterna saltos hacia el pasado y hacia el futuro, desarmando cualquier idea de linealidad y volviendo el paso del tiempo un asunto mucho más barroco. Es tan grande la libertad narrativa que adquiere la película en esta segunda mitad que es capaz de interrumpir el momento de mayor tensión dramática —Núñez compra un arma y va a la plaza donde supuestamente su esposa se encuentra con su amante para agarrarlos in fraganti y asesinarlos— con un flashforward en el que se ve a sí mismo luego de cometer el crimen: pasa años en la cárcel y cuando sale, viejo y andrajoso, se cruza en la calle con su hijo (ya adulto), que lo confunde con un mendigo. Esta pequeña ficción injertada (que recuerda un poco a It's a Wonderful Life, de Frank Capra) lo hace desistir de su plan homicida.
Con el mismo desparpajo con que toma cada desvío, Torres Ríos decide terminar abruptamente la película: al verlo quebrado por el desamor, su mujer se apiada de Núñez y le confiesa su pequeña (pero retorcida) travesura: fue ella quien escribió el anónimo, porque quería que le prestara más atención. Núñez, aliviado, la toma en sus brazos y la besa apasionadamente.
La película fue una rareza para la época por la radicalidad con la que se desprendía de los compromisos narrativos más visitados para en cambio inclinarse con determinación por un cine de expresión pura, donde la puesta en escena se ponía al servicio de las emociones de los personajes y no del argumento escrito por los guionistas. Luego de casi no ser estrenada debido a que los productores la consideraban “poco comercial”, el público la ignoró y la crítica en general la menospreció (con la honorable excepción de gente como Calki y Roland, no casualmente las plumas más interesantes de aquella época). Tuvieron que pasar veinte años para que un grupo de jóvenes cineastas (luego identificados como los protagonistas del Nuevo Cine Argentino) hicieran de los principios estéticos de La vuelta al nido una bandera por la que luchar.