Showing Up
Michelle Williams, Hong Chau, André Benjamin, John Magaro, Amanda Plummer
- 108 min.
Lizzy es una escultora que se prepara para inaugurar su próxima exposición. A pesar de tener el tiempo justo, debe mientras lidiar con un corte de agua en su casa, con una casera y vecina (también artista) que tiene otras prioridades; se ve cuidando involuntariamente de un pájaro herido; se siente en el deber de comprobar que su hermano, con una salud mental cerca del colapso, se encuentra bien; intenta mantener viva la relación con un padre estrambótico y ausente; y se presenta a su trabajo en un centro de arte con evidentes signos de agotamiento. Con todo esto por delante, ¿será capaz de realizar la entrega a tiempo? ¿Cómo expresar esto en su arte? ¿Tiene sentido hacerlo?
Kelly Reichardt desarrolla una fina e irónica pieza de orfebre, tan luminosa como punzante, sobre la condición de la artista (léase específicamente en femenino) y la carga mental. Sus cualidades narrativas, que habitualmente parten de historias muy personales a través de las que sacar a flote dinámicas de poder estructurales en la historia reciente de Norteamérica, la han convertido en una de las voces más autorizadas del cine independiente actual.
Específicamente el contexto de este filme es Portland, Oregón. Todos sus largometrajes desde Old Joy (2006) –incluso los de época– están situados en este estado, con la excepción de Certain Women (2016), en la próxima Montana. Esto ha hecho de ella una gran retratista del Pacífico Noroeste de los Estados Unidos, región habitualmente infrarrepresentada en el séptimo arte.
Gran parte de la efectividad de Showing Up reside en la sutil interpretación de Michelle Williams, con la que Reichardt colabora por cuarta ocasión.
- Ano:2022
- Países de producción: Estados Unidos
- Guión: Jonathan Raymond, Kelly Reichardt
- Fotografía: Christopher Blauvelt
- Montaje: Kelly Reichardt
- Productora(s): A24, Film Science
Tráiler del filme
Avance cinematográfico subtitulado en español
Aprender a cuidarse
Mariona Borrull Zapata (El antepenúltimo mohicano)
Hay coloridos bocetos de mujeres colgando de la pared de un estudio. Como si tratara de encontrar la forma perfecta de fotografiar sus figuras en contorsión, la cámara rastrea la superficie de los papeles, se detiene a cada poco para darnos tiempo de verlos como toca. Luego recula un poco, inserta un breve zoom dubitativo y para en cuanto da con otro dibujo. Kelly Reichardt reencuadra como si andara de puntillas, enseñándonos todo lo que le parece curioso o bonito del espacio. Trabaja con la imagen como deberíamos entender la creación artística: como un juego mínimo, una cadena de ensayos y pequeños descubrimientos. Los dibujos pertenecen a Lizzie (Michelle Williams), una mujer a quien tenemos el privilegio de conocer creando. De los papeles al barro, descubrimos sus dedos manipulando con absoluta precisión una figura de arcilla. Durante unos instantes Reichardt nos regala la posibilidad de contemplarla abstraída, con la cabeza en otra parte. El silencio de la habitación, ligeramente roto por sus dedos y el arrullo de unas palomas fuera, nos permite acceder a una intimidad a la que nos exponemos solo cuando no nos mira nadie.
La acompañamos como si fuéramos una más de sus mujeres de barro. Reichardt monta sus bustos en insertos, mirando a la artista con la atención que solo una estatuilla puede proveer. Pero la película no pide rigor escultórico, ni quiere toda nuestra atención. Contemplar a Lizzie trabajando con pinceles y dedos es un auténtico placer, uno que viene directamente del recuerdo de la arcilla en nuestras yemas. A partir de ahí, somos perfectamente libres de aprovechar el tiempo, que se expande tranquilo por las imágenes, para irnos adonde sea que nos lleven unas manos y el barro. De fondo, oiremos siempre el suave arrullo de una paloma a la que la chica ha adoptado, después de que esta sufriera un breve percance con su gato Ricky. Un matiz. La noche anterior Lizzie trató de echar al pájaro para que se fuera a morir a otra parte, pero su sensible amiga-arrendataria Jo (Hong Chau) decidió quedársela para curarla. Pasa que Jo tiene otros compromisos que considera ineludibles y, por tanto, ha dejado al animal al cargo de su vecina.
Bohemia dorada totalmente absorbida por su propio ombligo, el gesto de su amiga debería ser suficiente para que la chica pusiera distancia. Sin embargo, Lizzie no puede dejar de ocuparse por los demás. Ocuparse, cuidar, atender… La expresión precisa viene en inglés, to care. La protagonista cares demasiado, siempre al límite de sus posibilidades. Aunque va tarde con la entrega de una exposición importante, acepta quedarse la paloma y la cuida, tanto, que de una compañía incómoda y extremadamente cara (la lleva al veterinario, la factura son 150$, más 3,99$ por la hierba para pájaros) pasa a ser una parte fundamental de su día a día. Michelle Williams nos devuelve a Wendy y Lucy, aquella mujer obligada a adoptar el papel de cuidadora en un mundo que, de todas formas, la supera. Lizzie no llega ni a sus entregas y, no obstante, ha de atender a la salud mental de su hermano Sean (John Magaro), a la paloma de su vecina y a las tareas de la escuela de arte donde trabaja.
Para ella, la escuela es (o podría ser) un espacio seguro, una red de apoyo entre artistas residentes con inquietudes similares. Reichardt nos lleva por sus aulas entre travellings laterales vigorosos y allí solo vemos gente como Lizzie: perfiles jóvenes, ocupados trabajando en una u otra obra. En ocasiones, la cámara se permite simplemente curiosear en lo que sus figurantes tienen entre manos. En un patio donde se baila como y cuando apetece, imperan la creatividad pero también el humor y el apoyo mutuo. El rapero André 3000, un profesor de la academia, alaba sin apuros la variedad de piezas que sus compañeres le enseñan, incorporando las taras sin complejos. Decíamos que para Lizzie aquel debiera ser un espacio donde abrirse y compartir sus preocupaciones, aquello que le importa. No obstante, pasito a pasito, Reichardt llega a tocar las teclas del estrés, el FOMO (fear of missing out) y el miedo a la mediocridad y el abandono. Nuestra protagonista acaba trabajando sola en casa mientras se hincha a patatas fritas, en una reclusión voluntaria que hoy nos suena muy de cerca. Asustada, suponemos, se sostiene con la espalda cuadrada y los brazos ligeramente separados, ojos bien abiertos. Como en Old Joy, la fijación de la cineasta por las pequeñas cosas, extendidas en el tiempo, nos lleva a comprender sus imágenes como un murmullo en el que, desde la intimidad de las butacas, podemos insertarnos. Desde esa cercanía, descubriremos que entre Jo y Lizzie hay mucho más que recelo, y que el agitado carácter de Sean esconde una profunda calma con aquello que lo rodea. El cine de Kelly Reichardt nos invita a mirar más de cerca (a estar más allí) y, por tanto, nos enseña a cuidarnos mejor.