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Passe ton bac d’abord
Sabine Haudepin, Philippe Marlaud, Annick Alane, Michel Caron, Christian Bouillette, Bernard Tronczak
- 81 min.
Historia de unos adolescentes desilusionados que viven en una región minera del norte de Francia. La cercanía del examen de graduación, los conflictos con los adultos y el incierto futuro hacen que afronten el trance con indiferencia. La vida de provincias de un director próximo a Eustache o Rozier -hijos de Lumière en definitiva- en una obra de enorme influencia posterior y, por desgracia, escasamente difundida.
- Ano:1978
- Países de producción: Francia
- Guión: Maurice Pialat, Arlette Langmann
- Fotografía: Pierre-William Glenn, Jean-Paul Jansen
- Montaje: Sophie Coussein, Martine Giordano, Arlette Langmann
- Productora(s): Films du Livradois, Renn Productions, FR3, INA
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Crítica del filme (en francés)
Olivier Bitoun (DVDCLASSiK)
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Maurice Pialat. A Cinema of Surrender
Fergus Daly (Rouge) –en inglés–
Trailer del filme
VO
Maurice Pialat, el niño salvaje
Antoine de Baecque
Pialat asume una posición rara: estar ahí donde nadie lo espera, o mejor dicho, donde nadie lo quiere. El cine francés se compone de islotes, autores aislados llevando a cabo su obra separados unos de otros, a veces surgen archipiélagos reconocibles, como por ejemplo aquellos de la Nouvelle Vague, algunos otros reunidos en tribus alrededor de Vecchiali o de Berri… Pialat no representa ese cine francés, o tal vez ha instalado su isla sin precaución y provocativamente en el centro del océano. De allí surge sin duda su odio por todo lo que es de inmediato “autoral”, de inmediato “artístico”, de inmediato “intelectual”, y cuyos dos antihéroes que cumplen para él la función de chivos expiatorios son la Nouvelle Vaguey el cine literario, Godard y Duras.
Él cuenta, en efecto, historias francesas hechas con familias, clanes, etnias, allí donde los otros persiguen relatos de familias, de clanes, de etnias situadas en Francia. De esta posición con respecto a lo real surge la primera brecha: son historias “arrancadas”, cuando las otras están simplemente ubicadas. Pialat hace realmente un “cine francés” –sigue siendo uno de los pocos en hacerlo–, su objeto es la carne y los afectos de Francia al desnudo, acompañado por un indefectible amor por los humildes. Pialat se confunde con sus personajes, no por adhesión sino más por arrebato (en el sentido en que “arrebata” algo al pueblo: sus emociones y sus odios, racismo y antisemitismo incluidos). Sobre todo, Pialat ha heredado de esa posición en el centro de las historias francesas, el odio a todo lo que esté sobre y más allá del nudo central: los intelectuales, los artistas, los mundanos, figuras emblemáticas del esnobismo ferozmente perseguidas por el cineasta en todas sus películas. En todas ellas existe un personaje desplazado, odioso y caricaturizado como tal, realmente ridículo: los fotógrafos en Passe ton bac, el hermano burgués de Nelly en Loulou, el editor en À nos amours, el crítico de arte Aurier de Van Gogh. Todos asumen las burlas –víctimas absolutas de algunas figuras femeninas que encarnan literalmente al pueblo– y se convierten en el antídoto para una violencia inaudita: a través de ellos, Pialat perturba al pequeño mundo del cine y “manda a cagar a la gente de izquierda, a los lectores del Nouvel Observateur”.
Son aquellos a quienes el “no quiere” los que “están tristes”. Asimismo, otro posicionamiento central contra el imaginario del “autor de películas” francés, emerge cuando Pialat reivindica a viva voz su voluntad de hacer no sólo un cine popular, sino también un cine que atraiga al público. No se trata de un compromiso sino más naturalmente, de un lugar aparte: ya que Pialat arranca sus historias a los franceses, son ellos quienes deben ir a verlo. El director busca y encuentra su reconocimiento más en el interés del público que en los libros o en los artículos de los críticos. Y funciona: transcurridos diez años desde el estreno de À nos amours, Pialat atrajo, en cuatro películas, más de cuatro millones de espectadores franceses. De ahí la legitimidad de Pialat: él solo atrajo a las salas la misma cantidad de espectadores que toda la Nouvelle Vague en su conjunto. Podríamos comparar esta posición, hecho que perturba a muchos envidiosos, al lugar que tenía Pagnol durante los años 30.
La singularidad de Pialat es que, ubicado en el centro, apoyado por Gaumont, protegido por Toscan du Plantier, no atrae sino que repele. Como si en el centro del cine francés se encontrara un gran bloque “marginal”, un núcleo creador de angustias más que de compromiso, un ser que parte del vacío. No hay “escuela” ni “tendencia” para entender a Pialat; solo hay enojos y provocaciones que salen de esa boca central: contra el naturalismo, contra la improvisación, contra la crítica, contra los intelectuales, contra el “arte”, contra el sistema, contra el mismo cine.
Extracto del texto para la retrospectiva ‘Maurice Pialat, el niño salvaje’ (Museo Nazionale del Cinema Torino, 1993). Traducción al español de Sofía Andrieu.